20 diciembre, 2020

Confinamiento dispara cuestionamiento existencial

Por Josefina Leroux

Hace un par de años  conocí a una adolescente, me compartió una historia depresiva sin aparente motivo. Había pensado varias veces en suicidarse: “la muerte es lo mejor que pudiera pasarme”, decía. Su vida -como la describía, era normal, no tenía problemas, era su forma de pensar lo que le hacía creer que no valía la pena seguir viva. Ella quería otra historia. La detenía el sufrimiento posible que provocaría a su familia pero con todo y eso, pensaba a veces, que era mejor quitarse del camino porque creía que dejaría de estorbar. El problema es que no tenía gran cosa que hacer, su vida carecía de sentido.

Los motivos de depresión e intento de suicidio son diversos pero un denominador común en los y las jóvenes es la falta de sentido en la vida.

La adolescencia es una etapa donde ocurre el florecimiento de una identidad pero es difícil de fraguar sin espejos que reflejen ideales, ni historias que  provoquen inspiración o al menos, experiencias familiares afectivas. Ser joven es una forma de estar incierto en la vida que se termina con la toma de conciencia de una vocación, decisiones  y el aprender a responsabilizarse por éstas.

La mitad de las enfermedades mentales empiezan a manifestarse en la adolescencia  pero generalmente no se detectan ni se tratan. El Estado se ocupa de la prevención de las enfermedades que le cuestan al Instituto Mexicano del Seguro Social, pero de las que no están contempladas en el cuadro básico, nunca habla y menos previene.

Cuando los adolescentes hablan de sus problemas y se sienten escuchados pueden encontrar soluciones y sentido a sus vidas. Sucede como en el cáncer, cuando los trastornos emocionales y mentales se detectan  tempranamente, pueden aliviarse, pero si se descuidan afectan toda la existencia. Ante la incomunicación familiar, hay signos que delatan sus problemas. Como en los niños, los comportamientos excepcionales deben llamar la atención de los padres: la falta de apetito persistente o la compulsión por comer; la falta de sueño o pasarse dormidos el día; el encierro, como no aparecerse en casa son algunos de los síntomas que atender.

Los excesos y su apariencia personal  transparentan su estado emocional. Los tatuajes, por ejemplo. El cuerpo adolescente es su única pertenencia real, quienes no tienen otra forma de comunicar marcan su cuerpo para manifestarse. Cada tatuaje -decía otra joven depresiva, representa una experiencia de dolor que he tenido. Su estado emocional, su percepción, falta de pertenencia acentuaban el lado obscuro de la vida. Ella hablaba de la felicidad de otros comparada con la suya.

En el mundo virtual que habitan la felicidad es ficticia. En aislamiento, los jóvenes acaban creyendo que sólo ellos carecen y sufren. La excentricidad que se proyecta en las redes sociales desvirtúan la vida real, a los seres sencillos y normales. El tamaño de las familias y el tipo de crianza han modelado seres egocéntricos preocupados por problemáticas irrelevantes. No hemos sido capaces de dimensionar y prevenir que ante la reducción de la familia a su mínima expresión y a falta de vida comunitaria, los seres humanos enferman de superficialidad, ansiedad y depresión.

Hemos creado generaciones tecnológicas conectadas con el mundo cuyas preguntas encuentran respuesta en Google, un nuevo Dios omnipresente que les ofrece respuesta inmediata, pero alienación y soledad. Las familias sanas crean seres diversos y resilientes que se comunican y conviven cercanamente; esta es la mejor vacuna para la enfermedad mental, la soledad y el suicidio.