15 abril, 2020

De la serie COARTADA IMPERFECTA

Por Josefina Leroux

7ª entrega

Hija de la razón

Josefina Leroux

Olía a mar, su tez era como la espuma. Atraía al sol, se adentraba en su piel y la humedad era inmediata. Sus ojos llovían a la menor provocación. Era una niña de verano. Echaba carreras con las nubes y el aire era todo lo que necesitaba para sentirse en paz. Debería vivir en la playa, entre las olas. Pero vivía en un lugar lejano a la libertad.

Esa era Elisa, la también berrinchuda hija de Marga. Pero sacaba buenas calificaciones, decía la madre en afán de consuelo. Debió estudiar más psicología para criarla. No sabía cómo hacerlo, la niña era muy inteligente y a veces sentía que más que ella misma cuando después de regañarla, le daba lecciones de vida.

-Ay, mamá, no te das cuenta que soy una niña y me das responsabilidades de adulta, le dijo un día. La dejó sin habla. Tenía razón, desde qué nació Rosario, le robó la niñez a Elisa. Su padre también lo hizo. Además de la escuela, hacía muchas cosas para ayudar a su madre desde pequeña, todo lo hacía bufando, enojada.

Le tenía coraje a su hermanita, apenas creció un poco y empezó a pelear con ella. Para quitarle el problema de encima a Marga, Manuel se la llevaba de compañía los fines de semana. Manejaba un trailer parte del tiempo para completar para el gasto. De viernes por tarde hasta el domingo recorría las carreteras con Elisa a su lado para no dormirse.

-Es mejor que me la lleve y no tomar anfetaminas como lo hacen todos. A lo mejor un día me estrello y ni se enteran”, decía, como para ser más visto. Pero a Elisa no le gustaba ir, quería quedarse a pelear con su hermana; no hacía otra cosa que hacer la vida difícil en casa. La madre prefería que no ayudara pero que dejara de pelear. Así que, por más que llorara y se resistiera, a punta de cintarazos si era necesario, la subían al trailer y se la llevaba Manuel.

La regresaba el domingo, amansadita. Ya no peleaba con su hermana y menos con su madre; se metía a bañar y directito a su cama. Rosario era diferente, muy sonriente y aticadora. Ella sí le contaba todo. Desde que entró al kínder hace dos años, no calla. El silencio se hacía cuando cerraba la puerta para ir al colegio y duraba hasta que volvía a cruzar su umbral. La madre sabía todo por ella: el nombre de cada
niña de su clase, qué llevaban de lunch, y a qué jugaba una por una en recreo.
Elisa no lo soportaba.

– ¡Cállate ya!, pareces un loro, le decía. ¡A nosotros que nos importan tus babosadas! Hablaba como una adulta que nunca fue niña. Su hermana la alteraba con tan sólo dos años de diferencia. El único momento de quietud era la hora de la película cuando estaban solas las tres; las dos acurrucadas en el regazo materno con sus cabecitas encontradas y sus cuerpos cubiertos por sus colchas de colores que usan desde bebés. Juntas se amalgamaban, como si tuvieran un sólo corazón. En el izquierdo, del lado de la razón se acomodaba Elisa, y Rosarito, a la derecha de su mami, del lado de su imaginación.

Marga nunca antes intuyó lo que era el amor de madre por más comentarios que escuchó. Sus hijas rebasaron cualquier sentimiento jamás sentido. No se comparaba al que sintió a la abuela qué quiso tanto, ni al de su marido cuando estuvo más enamorada.

Elisa de sus desvelos; cómo tratar a una hija tan inteligente, elucidaba. Las maestras han dicho que niñas como ella pasan por la escuela una vez cada cien años. A sus cuatro añitos leía perfectamente y se recluía en su cuarto con libros y no juguetes.

El peor momento del día era la hora de dormir. Empezó a negarse a ir a la cama desde que nació Rosarito. Después de dos años de ser todo su aliento, sufrió el relevo de su hermana. Pobrecita. Marga amamantaba a la más pequeña y Manuel bañaba y arropaba a Elisa mientras lloraba y
gritaba. No entendía la niña, por más que le explicaban, que la bebé recibía los mismos cuidados que le habían dado a ella.

Después de un año, Rosarito compartió habitación con Elisa. «Por favor, mami, no cierres la puerta nunca», pedía Elisa lloriqueando siempre. Inteligente pero temerosa, madura pero rebelde, una extraña combinación de la personalidad de esa niña. Ya tenía cinco años, y el miedo no lo perdía.

Una madrugada, Magda despertó agitada. La puerta estaba cerrada. Como sonámbula salió a ver a sus hijas. También estaba cerrada la de ellas. La abrió con cuidado para no despertarlas y encontró a Manuel quitándole la camisa del pijama a Elisa adormilada. Conteniendo su horror, le encajó las uñas y lo jaló de un brazo para sacarlo y llevarlo a su cuarto.

-¿Qué estabas haciendo?, ¡degenerado, asqueroso !, le reclamaba en voz baja, todavía cuidando de no asustar a las hijas.

-¡Estás loca! ¡Desquiciada!, ¿cómo se te ocurre tal cosa?, respondía Manuel en defensa propia. -Me desperté de calor y pensé que las niñas estarían igual. Fui a quitarle la blusa a Elisa por lo calurosa que es. Sus palabras convencieron a Magda, quien se fue a la cama culposa. Manuel la abrazó y la tranquilizó.

-Entiendo que ames tanto a las niñas pero a mí también quiéreme un poquito, le pidió. Pasaron dos años más con algo atravesado entre la pareja. Así empezó el desgaste, la
indiferencia, la distancia, los viajes continuos de Manuel, con o sin Elisa. Hasta que Magda se sintió completamente sola.

Un día se armó de valor y le dijo:
-“Me quiero divorciar, Manuel, no queda nada entre nosotros”.
Él miró el suelo y calló varios minutos, demasiados.
-¿No tienes algo que decir, Manuel?
-Estoy de acuerdo contigo. Respondió como si estuviera esperando hace años esa iniciativa. Calmo, frio, le propuso a Magda:
-Dame una semana para encontrar dónde vivir, me llevo a Rosarito, tú, quédate con Elisa.

De pronto se escuchó un grito de Elisa que estaba cerca escuchando la conversación.

– ¡Mamá!, entró gritando, él no se puede llevar a Rosarito, no quiero que la viole como a mí. A Rosarito no, papá, suplicaba.

Marga estaba lívida, con el rostro empapado de lágrimas. Abrió sus brazos para envolver a su pequeña hija con sus brazos para darle la protección que necesitó durante años.